Llegar a Madrid y encontrar una niebla londinense. Como si no hubieras cambiado de país después de dos horas y media de avión. Llegar al metro, abarrotado. Recordar otras veces en las que viajabas en él, con la mirada perdida, imaginando el pasado. Sacar dinero del cajero automático y admirar la belleza de los euros. Me sorprendí a mí misma contemplando el billete azul de 20. Decir "Hi" a la policía del puesto de seguridad de Barajas. Extrañarte al escuchar y entender todo otra vez. Sentir pereza por las horas que siguen al viaje y por las que quedaron atrás.
Querer quedarme aquí con mi manta algún tiempo más. Amar la adaptación hasta llegar a odiarla. Echar de menos el pasado, cuando todo era fácil, cuando tenía a mi perro, mis clases, mis amigas, mi novio, y pensar que sería así para siempre. Añorar la inocencia, la comida de mamá y el beso de buenas noches. Mirar cómo pesa el futuro en la mochila, abrirla y contemplar esa piedra enorme que cada día pesa más, esa piedra formada por miedos, inseguridades, nostalgias, perezas, incertidumbres, soledades. Querer tirarla pero saber que no es posible, que lo único que puedo hacer es ignorarla y quizá así pese menos.
Ni tirarla, ni intentar disolverla será posible, mucho menos agarrar el pasado, donde dormía feliz y no echaba de menos nada ni nadie.
La eterna carga del emigrante.
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