Hacía frío. Era una tarde invernal de mediados del mes de febrero. Las calles estaban nevadas y el humo salía apresurado de las chimeneas, para difuminarse en el cielo.
Iba por la calle sin rumbo. Dejando las huellas sobre la nieve. Contando los pasos para llegar a casa. Retrasando el reloj hasta el amanecer.
Decidió hacer un muñeco de nieve. Se quitó los guantes, los metió en el bolsillo. Comenzó a amontonar nieve. Se dio la vuelta y a lo lejos vio a otra persona que pretendía hacer lo mismo. Sin resultados.
Fue hacia donde estaba y preguntó por qué no podía hacer el muñeco de nieve. No respondió. Así que miró hacia abajo y se dio cuenta de que la nieve se derretía a su tacto.
Ya no quería hacer su muñeco. Abandonó el montoncito que había hecho. Solo necesitaba sentir por qué aquellas manos derretían la nieve.
Ahora paró el reloj. Las manecillas no sentían los segundos ni el frío. El tiempo se congeló. Pero el fuego eterno crepitaba incesantemente bajo las estrellas.
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